jueves, 29 de marzo de 2007

EL ESTADIO OLÍMPICO DE MUNICH

A la mañana siguiente, yo estaba otra vez sentado en el suelo de madera de la habitación de Silvia. Esperaba a que ella despertara. A mi alrededor, también en el suelo, estaban los bolsos que ella había acumulado a lo largo de los años: el bolso de Prada, el de Gucci, la imitación de Louis Vuitton… Junto a mí estaba mi favorito, un precioso bolso de vinilo, de color rosa chicle, que le había regalado cuando empezamos a salir. Los bolsos estaban en el suelo desde hacía más de una semana y Silvia no me había dado ninguna explicación. En aquellos meses, contrariamente a lo que en ella había sido habitual, Silvia no parecía tener ganas de nada. Estaba apática y apenas hablaba. A veces resultaba verdaderamente difícil estar con ella, mantener una simple conversación. Por eso me sorprendí cuando, aquel día, me propuso salir de viaje. “¿Y si nos vamos de viaje?”, dijo. Su voz sonó débil pero muy clara detrás de mí. Yo no contesté y seguí como estaba, mirando a través de la ventana a la gran terraza del edificio de enfrente, a las molduras y gárgolas talladas en piedra, a las enormes plantas y a la pérgola oxidada y casi vencida por la lluvia. Silvia tosió y no dijo nada más, y los dos seguimos en silencio durante un buen rato hasta que yo le pregunté qué tal se encontraba. Entonces fue ella la que no contestó, y en lugar de ello soltó un bufido y se revolvió entre las mantas. Yo me di la vuelta y fui hacia la cama. Me senté a su lado y, al ver que tenía de nuevo esa clase de mirada, le quité las gafas muy despacio y empecé a acariciarle el pelo. Le pasé el brazo por encima de su hombro y le pregunté a dónde quería que nos fuésemos de viaje. “No lo sé”, dijo. Podríamos ir a Bilbao y ver la exposición de Yves Klein antes de que la quiten. En realidad da igual”. Le contesté que Bilbao me parecía bien y quedamos de nuevo los dos en silencio. “Estoy cansada”, dijo después. Yo la acariciaba sin mirarla, los ojos perdidos en algún lugar más allá de la ventana, la terraza, las plantas, la pérgola y los gorriones empapados que no dejaban de aparecer en el pequeño balcón de la habitación. Sentía su cuerpo extremadamente cálido a través de la camiseta, sus temblores y su respiración. La miré y le dije que si estaba cansada quizá debería descansar, y que por qué no dormía aún un rato. Que era sábado y aún era pronto y que, al fin y al cabo, no teníamos mucho más que hacer. Le pregunté a qué hora había llegado. Ella sólo respondió con un vago gesto de cabeza, así que dejé sus gafas sobre la mesilla y la besé suavemente en los labios, me alejé de la cama y la dejé descansar. Me acerqué a la ventana y me quedé allí de pie, inmóvil, sin saber bien qué hacer. Estaba oscureciendo y había empezado a llover otra vez. Fui al salón y encendí la radio para escuchar el final de los partidos de fútbol. Habían terminado. Un periodista, hablando acerca del próximo partido del Real Madrid en Munich, le recordaba a uno de los jugadores que nunca habían conseguido ganar allí. “Lo bueno del fútbol es que siempre hay revancha”, respondía el jugador. Apagué la radio y volví a la habitación; deambulé un rato, mirando los objetos que tantas veces había visto. Iluminados apenas por la luz que llegaba de la calle, allí estaban los bolsos, inexplicablemente desatendidos después de tantos días. Las gafas rojas de pasta que me habían hecho fijarme por primera vez en Silvia meses atrás. Sobre el escritorio, desordenadas, las fotos de sus últimos viajes a Barcelona y la primera foto que nos habían hecho juntos. La nota que acompañaba al regalo que le habían hecho sus compañeras de piso –un libro de Paul Auster, creo– en su último cumpleaños. La pila de revistas de tendencias que crecía sin ser consultada desde meses atrás. Los pantalones vaqueros y las zapatillas blancas en el suelo, aún húmedas y completamente manchadas de barro. La bolsita de cocaína que yo mismo había recogido al levantarme… Volví a la ventana. Desde allí aún se adivinaba la silueta, ahora espectral, del edificio de enfrente. Miré los dibujos góticos de las molduras, la pérgola, la débil vegetación que no conseguía el elegante toque pretendido. Con aquella luz que parecía anunciar batallas eternas, el cuadro tenía un aire desalentador. Miré hacia arriba, al cielo. Bajo la lluvia había tomado un extraño color morado brillante. Era muy hermoso. Y sin duda lo sería más desde algún punto más elevado de la ciudad. Seguí allí mirando el cielo, absorto, dolido, durante no sé cuánto tiempo. Y fue entonces cuando, de repente, pensé en vosotros. En todos vosotros. Pensé en Topor y en Latruculenta, en Tripleerrre y en Gabriela, en Lazlo, en Wladimiro, en Ángel y en Pablo, en Javieeer, en mi hermano. Tuve ganas de llorar. Me di la vuelta para mirar a Silvia. Ajena, dormía. Me acerqué a la cama muy despacio y me senté a su lado. Miré nuestro bolso rosa de vinilo. Volví a mirar los otros bolsos esparcidos por el suelo, la ropa tirada desde la noche anterior, las zapatillas sucias. Estuve un largo rato junto a ella, muy quieto, sin hacer nada, cuidando de no despertarla. Los dibujos en espirales del edredón, estampados en negro sobre fondo blanco, me hicieron pensar en galaxias y constelaciones. También podían verse estrellas. Entonces, sin saber por qué, levanté el edredón y entré en la cama. Me acerqué a Silvia y la abracé, primero suavemente, después más fuerte. Sentí una cierta calma. Había anochecido del todo y pensé que debería marcharme a casa, ducharme y comer algo, vestirme para salir. Pensé que me estaríais esperando. Poco después, me dormí.